De todas las promesas de campaña que había hecho Javier Milei, había una que despertaba absoluto escepticismo. Y no, no era la «dolarización de la economía», un tema que estaba en debate y tenía adeptos. En cambio, la promesa de conseguir rápidamente un superávit fiscal parecía imposible para los analistas de todas las tendencias.
Cuando en las entrevistas periodísticas se le preguntaba al entonces candidato si creía que sus propuestas radicales podrían traerle problemas con el Fondo Monetario Internacional, la respuesta de Milei era siempre la misma: que el FMI estaría contento porque él iba a sobrecumplir la meta fiscal, que tradicionalmente ha sido la preocupación fundamental del organismo.
En el mercado se escuchaban expresiones de pesimismo, y lo cierto es que había motivos de sobra: después de todo, se trataba de revertir un rojo primario -es decir, el que sólo considera ingresos y gastos corrientes- de 2,9% del PBI. Y si se sumaban los pagos de intereses -déficit financiero-, entonces el agujero era de $8,7 billones, que en ese momento equivalía a un 4,6% del PBI.
Parecía imposible semejante recorte, después de un año en el que el FMI, que había empezado con la exigencia de que el ex ministro Sergio Massa, bajara el déficit al 1,9%, terminara haciendo la «vista gorda» con otros desvíos del programa, incluyendo la asistencia indirecta del Banco Central, que acumuló una deuda o «déficit cuasi fiscal» de 10 puntos del PBI.
Y la realidad es que Massa había cumplido con parte de los compromisos, sobre todo porque convalidó en el primer semestre del año un recorte de 10% en el rubro de jubilaciones y asistencia social. Pero luego, al calor de la campaña electoral, el «Plan Platita» y la suba de las tasas de interés hicieron lo suyo para que se llegara al recambio gubernamental con una situación fiscal explosiva.
Cuando se produjo el recambio gubernamental, el FMI se contentaba con déficit primario del 0,4% del PBI, pero el gobierno subió la apuesta y dijo que alcanzaría un superávit de dos puntos.
«En diciembre de 2023, a excepción de algunos pocos economistas que entendieron lo que queríamos hacer, si decíamos que en un mes íbamos a bajar un 30% el gasto público, y sin descuidar a los más vulnerables, y que íbamos a terminar con pasivos remunerados del Banco Central y el déficit cuasifiscal, que eran otros 10 puntos del producto, hubiera parecido increíble. Y se hizo», dijo el ministro de economía, Luis Toto Caputo ante el entusiasta auditorio de la Conferencia de Acción Política Conservadora.
El alto costo social del superávit de Javier Milei
Pero, como suele ocurrir, todo logro tiene su «lado B». En el caso del superávit fiscal que fue la tónica de este año, hubo un costo social, sobre todo en los primeros meses: la licuación inflacionaria de las jubilaciones, que es por lejos el rubro más importante en el presupuesto –significa aproximadamente un 35% del gasto-.
Con el shock inflacionario del verano –que acumuló un 71% entre diciembre y febrero-, los jubilados quedaron presos de la fórmula indexatoria aprobada en el gobierno anterior, lo que implicaba ajustes trimestrales calculados sobre un mix de inflación y la recaudación de la Anses. Es decir, jubilaciones prácticamente congeladas en medio de un pico inflacionario, donde el único alivio vino por el lado de la suba de los «bonos extraordinarios» que el gobierno anterior había impuesto para los beneficiarios de la jubilación mínima, en un reconocimiento tácito de que la fórmula condenaba a la caída de los haberes.
En una primera demostración de astucia política, Caputo declaraba que no era culpa suya que se produjera esa licuación jubilatoria, sino de la nueva ley votada en 2020 -y que había sido criticada por el ala kirchnerista del gobierno de Alberto Fernández-.
Lo cierto es que el ajuste del gasto jubilatorio llegó a niveles históricos: en febrero, el gasto real -es decir, descontada la inflación- tuvo una impactante caída de 38% respecto del registrado el año anterior, que ya de por sí venía perdiendo frente a la inflación.
Fue en ese momento que la «chicana» política de la oposición fue acusar a Milei de haberse olvidado de la «motosierra» y centrar toda su estrategia en la «licuadora».
Lo cierto es que, además del efecto de licuación inflacionaria, también había recortes estructurales en el gasto, pero cuyo efecto era más político que fiscal. Ahorros en las transferencias a las provincias, en la ejecución de obra pública y en el presupuesto universitario no llegaban a sumar una fracción del ajuste real, que era el que se estaba dando en las jubilaciones.
El segundo rubro importante de recorte era el de gasto de personal administrativo, por un mix entre los despidos a los contratados en el Estado y por la licuación salarial que provocaba la inflación.
Sin licuadora, pero con Plan B
Pero todos sabían que ese efecto tendría poca duración. El recorte jubilatorio no era sostenible políticamente, como quedó en claro por la advertencia del mismísimo FMI, que se refirió al tema en comunicados oficiales.
Para evitar esas críticas fue que se derogó por decreto la fórmula indexatoria del gobierno anterior y se propuso la reforma. El gobierno sabía que, al atar las jubilaciones a la inflación, a partir de determinado momento -se especulaba que el punto de quiebre sería junio- las jubilaciones empezarían a subir más rápido que la inflación.
Pero, para ese entonces, Caputo pensaba tener otras formas de mantener las cuentas equilibradas. El estado de ánimo del mercado era de escepticismo generalizado, y de hecho los reportes de las consultoras hablaban sobre un superávit apenas transitorio, que quedaría sin efecto una vez que se terminara el «efecto licuadora».
Lo que, además, reforzaba esa presunción era que el gobierno había tenido su primer gran escollo en el Congreso, con la caída de la ley bases. Fue en ese momento que el ministro decidió dar la «batalla de las expectativas»: en un raid de entrevistas y en mensajes de redes sociales dijo que él ya tenía un plan B, y que en realidad el superávit no dependía de que se aprobaran las reformas fiscales de la ley Bases -donde el ítem más importante era la restauración del impuesto a las Ganancias para los asalariados-.
«En el armado de ese paquete, la mayor parte del ajuste de las cuentas fiscales estaban por fuera de la ley, el 75% de lo que habíamos planificado estaba por fuera. No seremos políticos pero tampoco somos tontos, sabemos que estamos luchando contra la casta, que no quiere ningún cambio», fue una de las frases de Caputo, que seguía asegurando que sería capaz de atenerse a su plan original de recortar un 1,4% del déficit.
De todas formas, el ministro no lograba ahuyentar del todo los temores: si bien siguió festejando números en azul, los analistas notaban cómo cada mes el superávit se iba adelgazando. En abril, por ejemplo, la cifra que había quedado en la caja fiscal era un 57% menor la de marzo, un 78% menor que la de febrero y un 86% más pequeña que la de enero.
El anabólico del impuesto PAIS
El plan de Caputo, sin embargo, siguió cumpliendo con su objetivo fiscal. Y fue ahí cuando se comprobó que el ministro tenía un pragmatismo y una cintura política mayor a lo que se había pensado. Primero, en una medida muy criticada pero eficaz, pospuso los pagos pendientes a empresas de energía, con las que más tarde se llegaría a un acuerdo de refinanciación.
Pero, sobre todo, no tuvo empacho en sostener el impuesto PAIS, que él mismo había calificado como «distorsivo» y a cuya pronta eliminación se había comprometido. Así, este impuesto empezó a ganar importancia en la recaudación, al punto de significar un 9% de los ingresos tributarios.
Fue así que, pese al entorno recesivo y a la disminución del «efecto licuadora» sobre las jubilaciones, en los meses de mayo y junio se volvió a lograr un superávit, gracias al anabólico del impuesto PAIS que no solamente se aplicó a las importaciones. Ocurre que el gobierno habilitó que el impuesto PAIS se aplicara también -con una alícuota de 17,5%- para las empresas que compraron el bono Bopreal con el objetivo de girar al exterior dividendos o utilidades.
Toda una demostración de pragmatismo para un ministro que en los discursos proclama las bondades de los impuestos bajos y que hasta acaba de sacarse una foto con Arthur Laffer, el legendario autor de la curva que lleva su nombre.
El efecto del impuesto PAIS estaba llamado a ser de corto plazo, pero para cuando llegó el momento del recorte en la alícuota, ya se empezaba a sentir el aumento del impuesto a las Ganancias, que se repuso tras la ardua aprobación de la ley Bases, votada en junio.
Fue así que la caja fiscal, en el segundo semestre, empezó a sentir dos impactos: por el lado de los ingresos, el regreso de Ganancias. Y, por el lado de los egresos, el ahorro fiscal por la suba tarifaria, que achicó el gasto real en subsidios a la energía. También fue importante el rubro del transporte público: en octubre pasado, la caída interanual fue de un 23% real.
Y, además, hubo efectos fiscales «de única vez» que ayudaron a completar el año, como el blanqueo de capitales y los pagos extraordinarios en Bienes Personales.
¿Deuda escondida bajo la alfombra?
Así es como se llega a fin de año con superávit. Pero… siempre hay un pero en la gestión de Milei. Al mismo tiempo que el gobierno celebra, se suman las voces críticas que afirman que, en realidad, si estuviera bien medido, el resultado fiscal seguiría siendo deficitario -no en el plano primario, pero sí en el financiero-.
El debate en cuestión es cómo se debe considerar a los intereses capitalizables de los nuevos títulos emitidos por el Tesoro. Antes, cuando los bonos pagaban un cupón, en cada vencimiento se contabilizaba ese gasto a la hora de calcular ese resultado fiscal; pero ahora se pasó a un sistema de «cupón cero», que implica que el premio se paga todo junto cuando finaliza la vida del bono.
Traducido, que hay analistas que afirman que, de no ser por ese cambio técnico, el Tesoro debería pagar tantos intereses que superarían al superávit primario. Es un tema de cierta complejidad técnica, sobre el que los expertos no terminan de ponerse de acuerdo. Como entre enero y octubre la capitalización de Lecap, LEFI y Boncap ascendió a $10,4 billones, hay quienes argumentan que no se puede hablar de superávit porque el ingreso fiscal fue de $10,3 billones.
Pero hay quienes plantean argumentos en línea con los del gobierno. Por caso, la consultora 1816, una de las más influyentes del mercado, señala que, cuando se hace la corrección por inflación, igualmente el resultado sigue siendo superavitario en $2,2 billones.
En definitiva, a un año de haber asumido, tanto Milei como Caputo aprovechan cada oportunidad para reafirmar que «la motosierra sigue» y que «el superávit no se negocia». El mercado dio señales de confianza, con la revalorización de bonos por un monto de u$s35.000 millones y con un desplome en el índice de riesgo país. Sin embargo, las dudas sobre la sostenibilidad del superávit en un año electoral no terminan de disiparse.